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Me despierto medianamente temprano por la luz que se filtra a través de las cortinas y me encuentro enredado entre sábanas y cobijas. Es la época fría del año. Como puedo, me desenvuelvo y pongo los pies en el suelo; está helado, pero poco importa. Enciendo la computadora para enterarme del resumen de sucesos del día anterior y los que transcurren actualmente. Veo rostros jóvenes, sonrientes y serios, en carteles con leyendas y consignas en las que se exige justicia. Reviso notificaciones, correo electrónico, activo el reproductor para escuchar algo de música y preparo un poco de café.
  Mi madre ya se ha ido de casa, pero me deja un sandwich (a pesar de mi insistencia en que no lo haga, de cierta forma sigue sin creer que yo puedo atenderme o lo hace como un gesto de costumbre; de cualquier forma, hoy lo agradezco más que otros días porque no tenía la más mínima intención de preparar algo). Desayuno lentamente, mastico con pereza y trago sin hacer ruido.
  Preparo las cosas del día: ropa, mochila con las fichas de trabajo, los cuadernos de las clases, plumas, un lápiz, un par de libros por si el camino lo permite. Lo acomodo descuidadamente en la mochila y entro a la ducha.
   Salgo del baño, que he dejado lleno de vapor y humedad. Procuro vestirme lo más rápido posible. Una serie de estornudos me indica que me puedo resfriar pronto. Tanteo el clima e imagino que lloverá, que hará frío, mucho. Meto un paraguas a una mochila ya excesivamente pesada y tomo una chamarra gruesa; la examino un poco: está rota, quizá no sobreviva un aguacero.
  Enciendo una vez más el monitor: caras distintas con las mismas consignas. Un escalofrío me recorre, no puedo ignorarlo. Miro mi habitación una última vez, la ropa en el suelo, los zapatos desordenados, la cama sin hacer. Agacho la cabeza, cierro los ojos y camino hacia la puerta de la casa.
   Abro sutilmente, me asomo por una rendija que dejo: calle soleada y vacía.
  Salgo con la intención de quitarme la chamarra, pero una ráfaga de aire congelado me obliga a cambiar de opinión.
  Escondo las manos en los bolsillos, calculo mentalmente el gasto del pasaje y la comida, resto esa cantidad al dinero que traigo en la cartera; sonrío: es suficiente, incluso puedo darme el lujo de un café bueno hoy.
  El sonido de los autos incrementa conforme avanzo hacia la avenida, el frío también. Buscó monedas para el pesero.
  Un vehículo me rebasa y frena en seco. Lo ignoro para proseguir mi camino, pero él no me ignora a mí. Escupe a dos individuos altos, con botas y chalecos antibalas. Se acercan hacia mí mientras ordenan que me suba. No puedo más que detenerme y preguntar por qué. Se molestan conmigo, dicen que si no me subo me van a partir la madre, que haga lo que más me conviene si no quiero problemas.
  Digo que se equivocan, que yo no he hecho nada malo, que ni siquiera voy a marchas ni plantones, que sólo me dedico a mis asuntos. Uno desenfunda su pistola mientras el otro me exige la mochila. Quita el seguro al arma y corta cartucho. Entrego mis cosas. Abren el cierre, revisan el interior: una sombrilla, cuadernos desgastados, plumas lápices, fichas de trabajo y dos libros. Los sacan, los examinan minuciosamente, el título, el autor. Me miran con franco odio y una sonrisa de satisfacción.
   Ya sacamos, murmura uno. Llama por teléfono y, con los libros en mano, tiene una conversación con alguien que debió decirle algo muy divertido porque no dejaba de sonreír. Meten los libros a la mochila y la arrojan a la patrulla. Me ordenan subir nuevamente, esta vez a punta de pistola.
    No me muevo. Tengo miedo, estoy paralizado. Con la cacha me da un golpe en la cabeza, todo se nubla. Repite la orden, sigo sin moverme. Un puntapié, un cachazo, un gancho al hígado. Más bulto que persona, entro al vehículo.
    Lloro. Silenciosamente lloro. Impotentemente lloro. En mi cabeza grito por mi madre, por mi padre, por mis abuelos. Pienso que ya no llegaré al examen (a este y a ningún otro), que dejé mi cuarto desordenado. Quiero pedirles que me dejen regresar a casa para limpiar un poco y que después me llevan. Sé cuán inútil sería.
    Hablan en claves. Me insultan. Me regañan por andar cargando esas cosas que no debería. Me dicen que por pendejo y por revoltoso me tocó suelo. Les digo que nunca he estado en una marcha, que nunca he estado en una asamblea, que nunca he ido a una toma de alguna facultad o escuela, que nunca voy a los mítinies, que jamás he gritado consignas en contra de nada ni de nadie. Les digo que yo nunca busco problemas, que busquen en mi historial, que tengo buen promedio y una beca.
     Pero no importa.
Si pensabas que por no protestar, por mantener la cabeza abajo y no "meterte en problemas" quedabas libre de tener una bala en la sien, te equivocas: eres el siguiente.
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